La niña que lleva la imagen, es una de las tantas pequeñas campesinas que amanecidas surcan kilómetros de campo en busca de agua. Ese día, junto a sus dos hermanitos, caminaban alineados por el sendero de no más de 20 centímetros que unía el interior de las plantaciones arroceras en el corazón del país. A las 8 de la mañana, hora en que me los crucé, estaban a un kilómetro de su hogar. El sol asomándose nos miraba, su calor comenzaba a abrazar.
Rápidamente noté que más sorprendidos por el encuentro de esa mañana, los pequeños se mostraban curiosos por lo que llevaba colgado en mi cuello. “¿Qué es?” Preguntaban, mientras acercaban su índice a la óptica de la cámara. Luego de un rato de contemplarnos pausadamente, salieron las primeras risas que dieron paso a un compartir más ameno, sin saber que desde aquel día y por un largo tiempo formaríamos parte de nuestro paisaje cotidiano.
Pasado el rato y mediante algunas explicaciones del manejo de la cámara, los niños pidieron usarla. El hermano mayor de rasgos marcados y ojos tristes, agarró tímidamente la cámara. A su costado la niña saltaba contenta y mientras se intentaba trepar a los hombros del hermano golpeó el bidón, derramando gran parte del agua. El niño no muy a gusto con ese último hecho, pero sin decir nada, se agachó, enfocó el charco de agua y disparó. Una gran foto dije, tratando de suavizar los ánimos, que veía terminarían en un buen reto para la pequeña.
Se acercaban las 9am, después de despedirnos, los hermanos se pusieron en fila y emprendieron su regreso. Yo agarre el sendero contrario que me sacaba al fondo del campo donde vivía.
El sol ya picaba en el caribe y la caminata de regreso la hice sin parar de pensar lo expresiva que había sido la actitud del niño. Su primera foto y definitivamente una gran imagen. No sabía más que mirar por el visor de la cámara, pero apuntó con decisión a lo que movilizó sus emociones. Detuvo el momento, como impidiendo que el agua se filtre de entre las grietas de la tierra.
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