La Flor que llevo en el pecho, húmeda y dulce, se muestra al sol con sus pétalos rojos abiertos, al punto de rozar con sus extremos, al tallo firme y erguido. Enraizada en mil tormentas, baja por mis hombros, la siento tomar todo mi cuerpo y en los rincones íntimos entrelazarse con sensaciones, dando vida a nidos de gorriones deseosos de volar. Me estremece porque al crecer, aprieta, se endurece, me altera, me guía y en el camino me veo de frente, alumbrado por nuevos pechos de leche, flores de otros colores.

La vi cerrada un día, pálida, sin olor. Yo seguía con vida, caminaba, hacía que corría, como me susurraban que se debía. Producía, pero no reía. Cuando mis ojos jóvenes vieron el dolor de mi tierra “América” arrasada, intenté tragarla, me atoré, pero al fin puede esconderla detrás de mi garganta, sellando así mis palabras, sin contarle a nadie. La vi frágil y quise cuidarla de que no la entiendan. Ella estaba mustia, pero viva, triste, pero ausente del riesgo de cuerpos fríos.

El día de que se apagó la luz que me dio vida, sin darme cuenta la vomité. Chorreó por mi boca, deslizó tibia y se alojó frágil en mi pecho. Al poco tiempo volvieron tímidos los re-brotes, pasaron tormentas y los primeros rayos de sol de primavera dejaron ver sus colores. Con más abono de vida, hoy la riego de amor sincero, igual que antes, pero en mi pecho, compartida. Su néctar, refugio de cuerpos en vuelo, recala para luego desde lo alto, regar al mundo de amor compañere.